La conservación de las áreas naturales protegidas del sureste mexicano requiere de la conjunción del conocimiento científico y comunitario para establecer buenos planes de manejo, toda vez que estos sitios enfrentan cambio de uso de suelo, incendios, caza furtiva y turismo de cacería, entre otras afectaciones, señaló Miguel Ángel Pinkus Rendón, investigador del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales (CEPHCIS) de la UNAM, con sede en Mérida, Yucatán.
Hay que utilizar estrategias que provengan de los pobladores, “porque ellos conocen las zonas más que cualquiera y han convivido con las especies toda su vida”, lo cual favorecería elaborar mejores planes de manejo en esas zonas; además, se requiere un diálogo que combine el conocimiento científico con los saberes locales para que ambos puntos de vista lleguen a los tomadores de decisiones.
En las áreas naturales protegidas “se da una conjunción entre la riqueza biológica y la diversidad cultural, lo que llamamos patrimonio biocultural, porque ahí también se alojan los saberes de los pobladores respecto al entorno, y por eso esos sitios son tan importantes”, refirió.
El científico lleva a cabo el proyecto “Cambios y continuidades de la relación humano-ambiente en áreas naturales protegidas: el caso de la Reserva de la Biósfera Los Petenes (Campeche) y el Área de Protección de Flora y Fauna Otoch Ma’ax Yetel Kooh (Yucatán y Quintana Roo)”, donde realiza estudios de etnobiología para determinar el conocimiento que tienen los habitantes respecto a su medio, cómo lo clasifican y hacen uso de él, incluso qué cargas simbólicas (mágico-religiosas) le otorgan a algunas especies.
Se trata de un análisis comparativo entre lo que ocurre en una reserva de la más alta categoría dentro de las áreas naturales protegidas – según la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente-, que no sólo es terrestre, sino marina, y un área de protección más pequeña en extensión y habitantes.
Como parte de un proyecto mayor denominado “Interacción hombre-naturaleza y la política pública ambiental. Su devenir en dos áreas naturales protegidas del sureste mexicano”, también se pretende determinar cómo ha cambiado en los últimos 60 años el uso del suelo en esas dos zonas, sobre todo a raíz de que se decretaron como áreas protegidas: Los Petenes, en 1999, y Otoch Ma’ax Yetel Koohm, en 2002.
Las personas que viven ahí están acostumbradas a hacer uso de diversas plantas y animales, pero con decretos como estos se ponen ciertas restricciones, ya que puede haber especies en rango de amenaza o peligro de extinción. Por cambios como esos es relevante conocer la percepción de los habitantes hacia las políticas públicas federales, agregó el científico universitario.
Cabe preguntarse si dentro de esa reserva de la biósfera y esa área de protección de flora y fauna, las comunidades han recibido alternativas o cómo han tenido que cambiar el uso que hacen de los recursos; por ello, se requieren estudios multidisciplinarios que conjunten la perspectiva de la etnobiología, historia ambiental, políticas públicas, ecología política, incluso la etnografía, porque la mayoría de los habitantes son mayas.
Pinkus Rendón comentó que conocer cómo se transmiten esos saberes a las nuevas generaciones es fundamental. Es uno de los parámetros que estamos midiendo, debido a que también hay migración hacia los grandes centros urbanos y se podría pensar que repercute en la transferencia hacia los hijos.
“Hemos encontrado que son los abuelos quienes están compartiendo con los nietos lo que saben de su entorno, mientras los padres salen de las comunidades a trabajar en otros sitios. Los niños y adolescentes no sólo conocen el entorno, las especies y cómo son las cadenas tróficas, sino los nombres de los organismos en maya”.
Amenazas
Las áreas naturales protegidas enfrentan riesgos aún más fuertes como los incendios, algunos de ellos provocados intencionalmente para ganar terreno a las reservas, o la caza furtiva (que no es de autosuficiencia, sino de comercio, ya que los pueblos realizan otro tipo de cacería), que de acuerdo con su intensidad puede tener diferentes impactos en la conservación. “Incluso se está registrando turismo de cacería”, alertó el investigador.
A lo anterior se suma que las zonas aledañas a las áreas protegidas pueden tener uso de suelo diferente, por ejemplo pastizales para ganadería que carecen de corredores que conecten una reserva con otra. Esto afecta en especial a las especies que caminan despacio y deben atravesar el pastizal.
Aunque no se pueden usar pesticidas o fungicidas químicos en las zonas de protección, en áreas aledañas es posible. “Ese es un problema: no hay sinergia entre las instituciones que ofrecen proyectos productivos ecológicos y las que ofrecen programas con uso de químicos”, concluyó.